martes, 19 de enero de 2010

METALLICA: EL RUIDO MÁS INFERNAL, ASOMBROSO E INOLVIDABLE QUE HE ESCUCHADO EN MI VIDA


"¿Quiéren ruido?" preguntó James Hetfield a la platea, en un inglés amablemente pausado para que todo el mundo lo entendiera. La respuesta al unísono de los casi cincuenta mil fanáticos que abarrotaron el coloso de la Universidad San Marcos era obvia: "yeah, mother fuckeeeer...", y fue entonces que de un certero dinamitazo se dio inicio a lo que he de llamar: EL RUIDO MÁS INFERNAL, ASOMBROSO E INOLVIDABLE QUE HE ESCUCHADO EN MI VIDA.

Y ese ruido auténtico contrastó con el silencioso trabajo de hormiga de la logística impuesta por los organizadores. Hasta donde vi, la fiesta se llevó a cabo en paz: gente emborrachándose con ron, cerveza, whisky (de sobrecito) en la vía pública pero sin armar broncas, comerciantes aprovechando la ocasión para ganarse la vida vendiendo sus polos negro-metálicos a 20 lucas, el (normal) tránsito caótico, propio de un martes cualquiera, etc., todo normal, sin fallas. Adentro, cuatro cordones de seguridad te revisaban hasta los dientes. La venta de cerveza rayó: a diez lucas el vaso gigante que equivalía a una botella grande de Brahma. Un stand con polos de la banda, dizque originales, a 50 lucas (un asalto, realmente, los modelos de bazar suelo tenían más gracia), colas interminables de meones en los minúsculos e incómodos baños portátiles.

Las siete. La oscuridad empieza a asomar y la gente empieza a reclamar ya la presencia de Metallica. Nada. Faltan dos horas aún para la masacre, pero todo el mundo empieza a impacientarse. Nadie entiende razones; es que han sido 29 años de espera; de mirar al cielo cada vez que se lanzaba algún álbum de la banda y preguntarse: ¿cuándo vienen, carajo? La gente empieza a aplaudir a ver si por ahí se hace el milagro de adelantar el concierto. Algunos -sobre todo los más bebidos- empiezan a jugar con sus air guitars, otros arman sus puchos de marihuana y se alucinaban ya en el ojo del huracán de cuerdas que se desataría más adelante.

Las siete y treintaitantos. Black Sabbath, Alice Cooper, Iron Maiden y otros clásicos desaparecen de los parlantes y dan paso a Nekropsia. Los compatriotas empiezan a aporrear las guitarras, el bajo y a sacarle tripas a la batería. La gente responde: "que toque Libidooo", "quiénes $%#" son ustedeees", "toquen rápido y lárguenseee", en fin, tantas otras frases que la banda nacional se tiene que tragar. ¿Qué más pueden pedir? Están abriendo un show de Metallica, cosa que en sus casi 20 años de existencia jamás hubieran imaginado, así que, tranquilos nomás, los muchachos siguen tocando y se llevan los gritos al culo.

Nueve y veinte. Ni mierda. La gente observa una y otra vez el boleto: 9 pm. Ya está al borde del paroxismo. Nuevamente se oyen gritos, esta vez de voces más gangosas, como de borrachos que quieren mas trago: "Carajo, sean puntuales", "mañana tengo que trabajar, salgan rápido yaaaa", "oe, aprendan de los ingleses". Imagínense, peruanos exigiendo puntualidad. Graciosa ironía.

Nueve y veintiocho. Por fin el cielo limeño acentúa su oscuridad para que el resplandor del escenario se vea en Tacna y Tumbes. Se escuchan las primeras notas de la antológica pieza de Ennio Morricone, The Extacy of gold y, de pronto, un joven Clint Eastwood aparece en escena como preludio a la aparición de "Los cuatro jinetes del apocalipsis". El fuego ardé a 5 mil grados centígrados, el ruido está en su máximo nivel, la euforia se desata sin concesiones, las tribunas a punto de venirse abajo. Metallica estalla en el escenario. James, Lars, Kirk y Robert no lucen igual que cuando los ves en un DVD, por más equipo High Definition que tengas en casa; juntos, en vivo y en directo, representan un solo ente, un solo monstruo de cuatro cabezas al que todos adoran con religiosidad y entregan sus almas con devoción insana.

Creeping Death inauguró la pirotecnia musical, le siguieron un compacto de canciones entre las cuales desataron mayor furor: For whom the bell tolls, Fuel, Harvester of sorrow, The end of the line y otras que, basicamente, pertenecen a su repertorio de los últimos años y, en especial, al álbum que da nombre al tour, "Death Magnetic". "Ustedes se merecen esto y mucho más" dice James en su tarea de seducir al respetable, cosa que resulta en vano, porque el público hace rato cayó rendido de la emoción y a cada palabra responde con un sonoro: "Yeaaaah, aquí estamos".

Digamos que, hasta cierto punto, el público gritaba, saltaba y se molía a codazos y rodillazos en los pogos que se armaban en algunos sectores de la cancha, pero también se escuchaban gritos desaforados exigiendo a la banda las canciones ochenteras: las más famosas y las de culto, para así armar la fiesta completa. Y así ocurrió.

Surgieron de las combustibles cuerdas de James: One, Master of Puppets, Battery, Nothing Else Matters; por mencionar algunas que, ahora sí, provocaron shock en la gente. La conmoción se generalizó. Lenguas de fuego subían más la temperatura, inacabables bombardas iluminaban el cielo, ráfagas de luces parían desde todas partes y el frenesí musical se tornaba indetenible. En las tribunas nadie permanecía sentado y con sus dedos apuntando directo a las estrellas, como agradeciendo a los dioses por tan absoluto y grandioso espectáculo.

El puntillazo final fue con la archipedida Seek and Destroy. De allí, los cuatro hijos del diablo se pasearon por el escenario regalando uñas, baquetas y agradeciendo a los peruanos "de puta madre" (como dijo Robert) y a la gigantesca marea negra que vino desde todas partes del Perú, pero también de Ecuador y Bolivia.

No sé si el de anoche en el estadio de San Marcos fue el mejor concierto de los hasta ahora llevados a cabo en el Perú. No sé si en verdad haya sido el más apoteósico espectáculo que vio esta tierra. Lo único que les puedo decir y repetir hasta la saciedad es que lo que viví ayer no lo he vivido jamás en mis cuarenta años de vida. Esa potencia, intensidad y ruido quedará instalado para siempre en mi cerebro y en mi corazón.