jueves, 7 de febrero de 2008

El disco de Billy

A diferencia de hoy, en los ochentas, la música en las fiestas la ponían los casetes y los discos de 45 y 33 RPM, estos últimos conocidos simplemente como long plays. Había que tener un equipo muy bueno, de alta fidelidad, elevada potencia en watts, y una tornamesa con una aguja finísima y de diamante para que el tono saliera veinte puntos.

Los jóvenes de hoy ni siquiera se imaginan el suplicio que resultaba, a veces, hacer que el agujero de los long plays calzaran por la barrita de la tornamesa o intentar colocar la aguja en el surco exacto de la canción sin equivocarte. En especial, si estabas con unas copas encima. Claro, hoy sólo acudes a la pantalla de la Pc o la laptop, abres una carpeta, marcas las archivos (ya no son canciones) que quieres escuchar, clickeas una y listo, se armó la jarana. Lo mejor de todo es que no tienes que preocuparte en desenfundar ningún disco entre canción y canción; tan sólo dejas que la música siga sonando y tú sigues cheleando con los amigos o afanas sin interrupción a la flaca que acabas de conocer.

Aunque suene complicado desde una perspectiva actual, el hecho de manejar los discos de 45 y 33 RPM igual tenía su encanto, pero, como ocurre hoy con los CD’s (originales), había remotas posibilidades de adquirir un long play, debido a su elevado costo. Y de veras que en esa época era un problema conseguir música, porque si no tenías plata para comprar discos o tu viejo te la negaba porque decía que eran “puras huevadas” o no tenías un trabajito o ahorros extra, caballero tenías que recurrir a tus cintas Maxell y grabar la música directamente de la radio, con el riesgo de que en medio de la fiesta se escuche la voz del discjockey anunciando llamadas del público o dando la 7 y 40 de la mañana, cuando en realidad eran las 11 y pico de la noche.

Recuerdo que a finales de 1984, a mis 14 años de edad, compré el Greatest Hits de Billy Idol, gracias a los poquitos ahorros que guardaba, pero sobre todo a la gruesa propina que me caía de alguna parentela comprometida con mi causa. La verdad es que hasta ese momento, del Barón Británico del Rock solamente conocía Eyes without a face y Baby Talk. Ese par de temas sonaban tanto en las radios limeñas, que me convencieron de ir, junto a un buen amigo que hoy es médico, a la entonces discotienda Héctor Roca (del jirón de la Unión, a una cuadra de la iglesia de La Merced) y comprar el disco de marras. Recuerdo que no sólo compré ese long play sino que, de yapa, me llevé el Make it big, de un dúo llamado Wham!, que por esos días recién empezaba a sonar con una cancioncilla media tonta: Wake me up before you go-go, pero que más tarde se convertirían en todo un suceso mundial con la balada rompe venas: Careless Whispers.

Ocurre que luego de escuchar el Greatest Hits me di cuenta de que, efectivamente, justificaba su pomposo título. El primer surco era Rebell Yell, le seguían Hot in the city, Do not stand in the shadows, White weeding, Blue highway y, claro, el archimanoseado Dancin’ with myself, un verdadero himno al onanismo, pero que en ese tiempo, nadie tenía el tiempo ni la sapiencia para analizar a fondo el significado de su letra. Pero no sólo ocurrió eso, sino que “mi Lp”, ese que me había costado mis ahorritos y propinas, se convirtió en el más pedido, no sólo de mi barrio, sino de otros barrios de Pueblo Libre, distrito al cual acababa de mudarme recién hacía un mes.

La cosa es que a una semana de haberlo estrenado en el viejo y pesado equipo Emerson de mi padre, unos amigos me fueron a buscar a casa para ir al infaltable tono sabatino, de esos que siempre aparecen de casualidad. “Lleva tu disco de Billy, por si acaso”, me dijo uno de ellos, muy previsor y con algo de experiencia fiestera. Yo no quise llevarlo porque temía que se rayara o me lo robaran. Finalmente accedí a regañadientes.

Y hacia allá fuimos, cada uno puesto encima esos pantalones que llevaban una línea que rodeaba las caderas y las camisas típicas de la época. Yo cargaba con delicadeza el disco de Billy Idol, cuan si fueran documentos Top Secret de la CIA. Al llegar a la fiesta, me presentaron a la dueña de la casa: una chica que estaba en algo y que tendría unos 15 o 16 años. Cuando vio el disco, la nena abrió los ojos y comenzó a gritar emocionada: ¡el disco de Billy Idol, el disco de Billy Idol! Los chicos y chicas que atestaban la sala y el comedor aplaudieron y lanzaron un ¡yeeeeehh!, como celebrando la llegada los payasos o los regalos sorpresa a una fiesta infantil. Unos segundos después, la flaca se perdió entre el mar humano, mientras mis amigos y yo nos quedamos en un rincón de la sala, esperando los cócteles. Chelas no había para los de nuestra edad.

En cuestión de minutos, Billy Idol y Steve Stevens, su guitarrista, se convirtieron en los dioses de la noche. Las canciones saltaban de una a otra sin detenerse y hasta se escuchaban gritos de repetición. Desde mi sitio oía con estupor cómo la aguja se estrellaba con la superficie del vinilo, rebotando y provocando luego un ¡Crruuujjj!, que golpeaba los tímpanos impunemente. Unas horas después, la fiesta acabó para nosotros aunque la sala seguía repleta como al principio. Con mucha tenacidad logramos rescatar a Billy de entre la multitud y finalmente alcanzamos la calle, no sin antes escuchar desde adentro algunas voces que pedían que no nos fuéramos, o que, en todo caso, dejáramos el disco y que después nos lo devolverían, a lo cual nosotros respondíamos acelerando nuestra huída de ese lugar.

A partir de ese sábado, a toda fiesta que acudíamos, con o sin invitación, no dejaba de llevar ese disco tan preciado. La vara del gran Billy era tanta que a veces llegábamos a los tonos y veíamos una cantidad enorme de chicos y chicas (conchudos ellos) aguardando que los dueños de casa les permitieran entrar. En cambio nosotros, muy campantes y seguros de “nuestro ilustre compañero”, nos plantábamos en la entrada, tocábamos el timbre sin ningún desparpajo y al salir el dueño o dueña de la fiesta, lo primero que le poníamos en sus narices, cuan si fuera una placa de la Policía o una orden del juez, era la tapa del Greatest Hits. De inmediato, las puertas se abrían de par en par. “Han traído el disco de Billy Idol, pasen muchachos!”. Desde adentro se escuchaban los “uuuuhh” y los “bueeena” y otras señales de jolgorio por la llegada de los ilustres visitantes. No me refiero a nosotros por supuesto, sino al gran Billy y a Steve.

Aquella temporada fue inolvidable. El disco de Billy fue nuestra clave de acceso para que ningún sábado nos quedáramos en la calle, ya sea en Pueblo Libre, San Miguel o Magdalena. Apenas recuerdo la cantidad de casas a las que logramos ingresar (suena como las memorias de un "choro" ¿no?) pero creo que fácil llegaron a las veinte. Tiempo después, ya casi por marzo de 1985, nuestro periplo triunfal culminó cuando la tapa del disco quedó hecha añicos y el vinilo dañado por las rayaduras de todo calibre.

Los chicos que formaban mi círculo de amigos en esa época se deben acordar de todo. Dos de ellos se marcharon a Chile y otros dos a Estados Unidos en busca de mejores perspectivas de vida -como muchos otros peruanos-. Uno es médico y vive (aún) en Perú al igual que yo. Es difícil hoy en día que ocurra un fenómeno igual al que nos sucedió. La desconfianza por la inseguridad y los miedos han levantado cercos en los frontis de las casas, pero sobre todo en los corazones de la gente. Difícil admitir también que hoy pueda existir un disco “abrepuertas” tan igual o mejor que el de Billy Idol. Gracias Billy.

4 comentarios:

Javier Lishner dijo...

¡Qué tal Billy Idol, no? Más bien creo que él sería una buena opción para llevar al Perú. Y aunque ni él ni Bryan Adams pertenecen a la denominada "Generación X", creo que el británico tendría más pegada que el canadiense... salvo mejor opinión. Por el momento, nadie sabe dónde estará Billy en los próximos meses.

Saludos, Angel.

JL

Mike Mantilla dijo...

Claro. El gran Billy seria una buena opción para un gran concert en Lima. aunque como dices, sería un poco difícil ubicarlo. Mas bien viene a mi mente un fragmento de esa gran comedia The Weeding Singer, en la que Adan Sandler se encuentra "perdido" en la clase ejecutiva de un vuelo, y ve a un tipo parecido a su ídolo, Billy Idol, ahogándose con champaña y votando eructos por todas partes, que resultó siendo finalmente el gran Billy. A lo mejor ese fragmento de la película no era parte de la ficción, sino la realidad misma y Billy anda por ahí botando su dinero borracho y drogado. No seria nada raro.

Saludos Javier

Eagle

Miguel Villamizar dijo...

Hola Eagle
Interesante y muy nostalgico tu cronica sobre Billy Idol. Esas eran otras epocas y creo que nos toco vivir una muy buena. Ahora ya cas no existen esas discotiendas que quedaban por el Jiron de la Union, o Por la Av La Colmena. nose si recuerdas que era tambien toda una ceremonia adquirir los Lps o 45, el momento estelar era cuando entrabas a esas cabinas medias espaciales para escuchar el disco de tu preferencia... te felicito muy buenos recuerdos.
Un abrazo.

Mike Mantilla dijo...

Son tan añorados los lp's que los he visto en los mostradores de las discotiendas de hoy (en Phantom, Music Box, etc.) Es que definitivamente, una tapa de esas dimensiones junto con la informacion que venia en la contratpa, pues si que resultan más atractivas a los ojos que los envases de los CD's.
Gracias por escribir amigo y nos mantenemos en contacto.

Saludos, Miguel

Eagle