martes, 20 de julio de 2010

El gallo, Orhan y Carlitos

Hoy desperté antes de que la oscuridad diera paso a la claridad y de que el único gallo de mi cuadra emitiera su jodido canto. Sí, la ventana mi dormitorio no tiene vista al mar pero sí a una suerte de minigranja repleta de cuyes, gallinas, gallos, patos y conejos, y cuya dueña es una vecina de tiernos sesenta y tantos años llamada Bertha. A estos ruidosos "bichos", doña Berthita -así la conocen en el barrio- les prodiga la misma dedicación, amor y cariño que una madre daría a sus crías, con la gran diferencia de que a la señora se le acaban los mimos ni bien oye los ruidos estomacales de su también sesentón esposo, de sus veinteañeros y treintañeros hijos y de sus nietos, sobre todo los fines de semana en los que se reúne toda la familia. En ese momento, la señora Bertha se transforma en un ser sanguinario y comienza a perseguir cuchillo en mano-cual personaje de Jack Nicholson en El Resplandor- al plumífero más gordito y no para hasta tenerlo entre sus manos. Duele escuchar los gritos del desafortunado animal en pleno sacrificio, pero minutos después, qué aroma tan delicioso se percibe hasta mi dormitorio cuando la señora destapa la olla en medio de la cocción.

Volviendo a mi tempranero despertar -serían las 4 y 23 aproximadamente cuando abrí los ojos- se me ocurrió recomenzar un libro que desde hace mucho tiempo descansa en mi velador: "La vida nueva", del turco Orhan Pamuk, premio Nobel de Literatura, 2006. Y digo recomenzar porque desde el día en que lo compré -hará cosa de más de un año-, inexplicablemente, no he logrado pasar de la página 63. Cada vez que empiezo su lectura siempre ocurre algo que me impide continuarla: me llaman al celular o al teléfono fijo, voy al baño urgido por mis necesidades fisiológicas, me buscan para hacerme una consulta, etc., etc. No sé pero siempre tiene que ocurrir algo extraño para no seguir leyendo la premiada obra del buen Orhan.

De tanto que empiezo el libro, llevo grabado en mi mente la primera página, la cual me sedujo y convenció de que debía llevarlo a casa. Dice lo siguiente: "Un día leí un libro y toda mi vida cambió. Ya desde las primeras páginas sentí de tal manera la fuerza del libro que creí que mi cuerpo se distanciaba de la mesa y la silla en la que estaba sentado. Pero a pesar de tener la sensación de que mi cuerpo se alejaba de mí, era como si más que nunca estuviera ante la mesa y en la silla con todo mi cuerpo y todo lo que era mío y el influjo del libro no sólo se mostrara en mi espíritu sino en todo lo que hacía ser yo". "Basta -me dije- lo llevo". Quizás piensen que el texto es aburrido, pero no, a medida que avanzo con las páginas voy encontrando una historia interesante escrita con gracia y talento, pero que lamentablemente se ve interrumpida, como ya dije, por un hecho fortuito.

En fin, el tema es que antes de que el gallo de la señora Bertha cantara y despertara a todo el vecindario, y pudiera recomenzar el libro de Orhan, sentí ganas de encender el minicomponente que se halla muy cerca a mi cama. Iba a encender la radio cuando de pronto vi un disco que descansaba en el interior del CD player. Le di al play y, bueno, sentí que mi abrupto y poco grato despertar se transformaban en una apabullante llamarada de sol caribeño al escuchar "Evil Ways" y luego "Soul Sacrifice", desde el festival de Woodstock, con un bisoño Carlitos Santana en la guitarra acompañado por el nicaraguense Chepito Áreas en los timbales, Mike Shrieve en la batería, Mike Carabello en las tarolas, Greg Rollie en el órgano y Tom Frazier en el bajo: una bandaza, sin lugar a dudas.

Cuando escucho la calidad de este tipo de performances y siento la reacción eufórica y en cadena del público le doy la razón a aquellos que afirman que "todo tiempo pasado fue mejor", y eso que no estoy de acuerdo al 100% con esta frase. Sin embargo, comparando al Carlitos de esa época con el que viene tocando desde hace unos 10 ó 15 años, entonces la frase como que sí que cae a pelo. Y pensar que en ese caluroso día de agosto de 1969, rodeado del humo espeso de la marihuana que no lograba despejarse ni con la lluvia impredecible y violenta, Santana acababa de dar a conocer su creación: el rock latino, sin tener un solo disco grabado y todo por la irrisoria suma de 1,500 dólares más un adicional de 750 dólares por aparecer en la película del festival. De allí en adelante, la carrera de Carlitos fue cuesta arriba. Los setentas significaron su consagración como músico innovador, los ochentas fueron sinónimo de consolidación y pese a que su música siguió el sendero del pop, igual le sirvió para ser considerado uno de los mejores guitarristas de todas las épocas.

Hoy, Carlos Augusto Santana Alves, nacido en Autlan de Navarro, Jalisco, México, cumple 63 años y todavía continúa regalándonos su sandunga y sabor, grabando discos -algunos de dudosa factura y con cierta mala compañía, hay que ser francos- pero con la suficiente energía y magia para seguir hipnotizando a todos los públicos. Vino al Perú en 1971, pero no lo dejaron tocar por un absurda y estúpida orden del "generalote" de Palacio. Vino en 1995, 24 años después, ya con el éxito sobre sus espaldas y muchos millones en sus bolsillos, y aunque el Estadio Nacional vibró con su latinazgo abrasador, muchos hubieran querido ver al Santana pobre pero espiritual y humeante de los sesentas.

Gracias al gallo dormilón de doña Bertha y a la eterna lectura incompleta del libro de Orhan, recordé el cumpleaños de Carlitos; un mexicano como pocos, un maestro de las cuerdas, un MÚSICO, así, con mayúsculas.







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